Annie Ernaux define el acto de escribir como un acto de descubrimiento, de asombro ante lo desconocido en el momento de la escritura. Dice:
“descubrir algo que no estaba ahí antes de la escritura. En eso consiste el goce - y el espanto- de la escritura. No saber lo que, gracias a ella, llega, adviene.”
Vivo -vivimos- entre el gozo y el horror, entre la belleza y el espanto. Vivir con los ojos, los sentidos, plenamente abiertos, y dejarse avasallar por lo que ellos absorban. Descubrir lo magnífico y lo pavoroso.
Mary Oliver también apunta algo similar en La escritura indómita: “una vida entera y en esto se resume todo: belleza y terror”. Regreso a su poesía. Escucharla es entrar en estado de contemplación y atención. Vivir en belleza.
Contemplar es también entrar de cuerpo entero en un ritual. Devenir ritual. Allí todo lo exacto nos atraviesa, nos permea y, finalmente, acontece.
Escribo y revivo. Repito y reescribo. La escritura, el poema, me atraviesan. Ritualizo la atención.
Atender a los latidos del corazón y saber que en mis dedos el sol, en mis manos el mundo, tú en la mirada de algunos, en el rizoma de los lirios, en el canto de los mirlos a mi alrededor. El asombro, el gozo.
Dejar que todo nos suceda, como nos recuerda Rilke.
Hieronymus Bosch, “El jardín de las delicias”, c. 1500-1505 (Foto: Museo del Prado vía Wikimedia Commons, dominio público)
La impermanencia, porque nada dura, todo cambia. La piel, la opinión, el territorio, el pensamiento, la pulsión de los cuerpos. Asombro y pavor.
La muerte de los cuerpos, el horror. Y a todo esto, ¿qué quieren ser los cuerpos? ¿Qué lugar tienen en esta orbe? Barro en las manos, vasija, contenedor, un cuerpo es un mundo y todos los mundos.
La reescritura y el cuerpo como destrucción y reconstrucción. Re-creación de un cuerpo textual -de un cuerpo, no importa cuál-. Donde no hay lenguaje para describir algo es porque ese algo no existe, solo existe el oprobio del silencio. Y el horror.
“Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado:
la palabra, que es el arca de la memoria.”,
Rosario Castellanos en Balún-Canán.
Cuando el lenguaje es arrancado de nosotros, cuando nuestra palabra pierde valor, mutilan nuestra identidad, nos aniquilan. No puedo evitar pensar en todas las comunidades indígenas y originarias que han perdido su lengua nativa, su cuerpo oral - en mi país y en todo el mundo-, que han sido forzadas a aprender una lengua que no era la suya, obligados a devenir otros, ser fuera de ellos y de los otros.
Enmudecer, olvidar, tarjar. De nuevo, la certera estética del horror.
Sin embargo, o quizás por ello, también el amor, el asombro y la belleza en su máxima expresión.
Decir: “te amaré este y todos los días de nuestra vida” y vivir en el gozo del amor, inaugurar los ojos, la sonrisa, las manos, la piel. Inaugurar el espacio en que descubrimos la inagotable belleza de lo que somos. Asombro, belleza y puro temblor.
Podría ocurrir en cualquier momento: un tornado,
un terremoto, el mismísimo Apocalipsis. Podría pasar.
O bien la luz del sol, el amor, la salvación.
Puede ocurrir, ¿comprendes? Por eso, al despertar,
afilamos la mirada, ya que nada en la vida
está escrito en piedra.
Pero hay dádivas, como la mañana,
como este instante, como el mediodía,
como la noche.
Sí - William Stafford
Bonus track:
¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
Contigo - Luis Cernuda